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#GraphosCc #Tlx #Noticias #Municipios #Yauhquemehcan | CRÓNICAS DE YAUHQUEMEHCAN Miedo, desolación y muerte. (Cuento histórico; argumento ficticio). Por David Chamorro Zarco Cronista Municipal

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Actualizado: hace 8 horas

#GraphosCc #Tlx #Noticias #Municipios #Yauhquemehcan | CRÓNICAS DE YAUHQUEMEHCAN Miedo, desolación y muerte. (Cuento histórico; argumento ficticio)

Por David Chamorro Zarco

Cronista Municipal


—¡Oh, Dios mío…! ¡Piedad, Señor…! ¡Ya no aguanto más…!

Desde afuera de la habitación, una mujer sentada en una silla, crispaba los puños mientras escuchaba los dolores y lamentos. Otra mujer, mucho más joven, la miraba con ojos de reproche, exigiendo que se hiciera algo.

—¡Aire… me falta el aire…!

La mujer mayor tenía los ojos cerrados. Entre los dedos apretaba con furia las cuentas de cristal del rosario, mientras se esforzaba en concentrar toda su mente en el rezo del Avemaría. Abrió los ojos y sintió la mirada de la joven en tono de reproche.

—¿Qué? ¿Crees que a mí no me duele mirar cómo mi hermana se muere sin poder hacer nada para salvarla? ¿Crees que soy de piedra?

La joven bajó la mirada y no pudo contener el llanto. La otra, desde la silla, se sintió aún más turbada. Por fin, se levantó de su asiento y fue donde la otra a tratar de consolarla. Al menos a ella sí se podía acercar sin temores.

—Hija, entiende. Hemos hecho lo que hemos podido por tu tía. La ha atendido el doctor, han venido a verla las enfermeras que ha mandado el gobierno, le hemos dado los remedios que nos enseñaron nuestras abuelas y nada ha funcionado. Ya has visto cuánta gente ha muerto por esta enfermedad. Es la voluntad de Dios; contra eso, nada podemos hacer, más que esperar que llegue el final.


—¡Primero mi papá, y ahora mí tía…! ¿Por qué, mamá, dígame por qué nos pasa esto a nosotras?


La madre se subió un poco la falda para luego arrodillarse ante su hija. Tomó el pañuelo y procuró enjugar sus lágrimas, mientras pensaba en cuáles serían las mejores palabras de consuelo para un momento así.

—No sé por qué ha pasado esto; no tengo idea del por qué nos tocó esta peste; no puedo decirte si fue cierto o no que es un castigo para esos bandoleros que se la dan de revolucionarios; no te podría decir si es un escarmiento de Dios por todos nuestros pecados; no lo sé… Pero trato de entender y me digo que, si nos toca, por la voluntad de Dios sobrevivir a esto, Juanita, tenemos que armarnos de todas las fuerzas que tenemos para poder salir adelante. No nos podemos dejar caer; debemos seguir luchando, ¿Me entiendes?

Las campanas del templo de San Dionisio rompieron la quietud de la noche, tañendo con nostálgica melancolía, con dolor verdadero, el toque que anunciaba que algún otro vecino había muerto.

—Otra vez el toque a doble. Ya ni siquiera puedo imaginarme quién habrá sido.

La muchacha creyó pertinente contribuir siquiera con alguna distracción para aminorar un poco el dolor.

—Si da su permiso, mamá, iré a calentar el café en el bracero.

—Si, hija, ve; continuaré rezando.

La joven se dirigió a la habitación que servía de cocina. Encendió un candil y luego procedió a remover las ascuas del bracero, soplando con suavidad hasta volver a hacer que el alma del fuego regresara. Colocó con cuidado una olla de barro y, de acuerdo a la receta que siempre había utilizado su madre, preparó el café. Sabía que no era tanto por la necesidad de bebida o alimento que sintieran en aquel momento las mujeres, sino que era como un esfuerzo por soportar la presencia de las alas de la muerte que esa noche se batían en torno de esa casa. Las campanas de la iglesia de San Dionisio volvieron a tañer el toque a muerto. La mujer no pudo dejar de preguntarse quién habría sido en esta ocasión la víctima. Había fallecido mucha gente en las últimas semanas. Solo le decían «la peste» a la enfermedad y en el solo sonido de la palabra estaba la carga de horror que causaba a todo mundo. Nadie podía considerarse a salvo de infectarse, enfermar y finalmente, morir. No era cierto que se tratara de un castigo divino en contra de los revoltosos que bajo la bandera de la Revolución, habían cometido tantos actos de sacrilegio en muchas iglesias, incluyendo la propia de San Dionisio a donde habían entrado a caballo y lanzado diversos disparos al interior, uno de los cuales quedó impregnado en la pintura del Altar de Ánimas; no podía ser que se tratara una enfermedad que en particular padeciera la gente pobre, como en el caso del cólera, pues incluso en la familia de Juanita, con muy buena posición económica y ocupante de una de las mejores casas de San Dionisio, ya habían tenido perdidas muy dolorosas y estaban en vísperas de ver fallecer a otra persona.

Todo comenzaba como una simple gripa, como un resfriado común, pero a las pocas horas tomaba una velocidad y unos síntomas que iban mucho más allá del constante lagrimeo, del dolor generalizado en las articulaciones y de los ligeros dolores de cabeza. La realidad es que, en pocas horas o días, los infectados comenzaban a sufrir de fiebres o calenturas muy altas e incontrolables, tenían vómito, náuseas y diarreas y sus pulmones sufrían grandes afecciones, de manera que cada momento era más difícil respirar. Por si faltara algo que añadir a la desgracia, era una enfermedad sumamente contagiosa.

Juanita se sentó unos momentos y se puso a recordar los últimos días felices que habían pasado. El día del patrono San Francisco, el cuatro de octubre, toda la familia había tenido la oportunidad de ir de visita con los compadres que tenían en Tlacuilohcan y, luego de participar en la celebración de la liturgia, habían disfrutado de una magnífica comida, a la sombra de unos árboles enormes de pino que había en el patio de la casa. Luego del convite, llegaron unos músicos y Juanita, en compañía de sus amigas, tuvieron ocasión de ponerse a bailar con unos jóvenes que ese mismo día habían conocido.

Unos días después la escena casi se repitió íntegramente, pero ahora en la casa de Juanita, al recibir a decenas de invitados con motivo de la fiesta en honor del santo patrono San Dionisio, el nueve de octubre. Luego de acudir a la misa solemne, se ofertó una comida que resultó un verdadero deleite para todos y la música resonó en el patio grande y sombreado de la casa, permitiendo a Juanita hacer algo de lo que más disfrutaba en la vida: bailar. La última pieza, «Guirnalda de Rosas», la bailó con su padre y lo disfrutó con un deleite que no se explicó en su momento, pero fue la última vez que pudo disfrutar en sus brazos.

Pasando la festividad de los Fieles Difuntos de ese año de 1918, se comenzó a correr el rumor de una cierta enfermedad que había entrado por la frontera con los Estados Unidos, lejos, muy lejos de aquí. Juanita tomó poca importancia al asunto hasta que, a mediados de noviembre se supo de un par de vecinos de San Francisco Tlacuilohcan que habían muerto a raíz de esta gripa. Lo preocupante vino en los primeros días de diciembre de 1918, pues cada vez más se escuchaba que la enfermedad era en realidad una peste capaz de causar la muerte de una persona en apenas unas horas o en el mejor de los casos, en dos o tres días.

Lo que parecieron rumores mucho, muy lejanos, cada instante se hicieron sentir más cerca. Uno no sabe lo que significa la desgracia hasta que la mira cara a cara, hasta que tiene un nombre de una persona conocida o de algún familiar.

Dicen que todo lo que nos es desconocido nos causa miedo, en especial cuando viene aparejado con palabras tan contundentes como enfermedad, sufrimiento, dolor, desesperación y muerte. No sólo en San Dionisio y en los pueblos que integraban la municipalidad de Yauhquemehcan, ni en las demás comunidades de la entidad de Tlaxcala, sino en todo el país cundió rápidamente el rumor, pues a decir de algunos, pocas enfermedades habían sido tan mortíferas desde los siglos pasados en que los españoles habían traído males que tanto diezmaron a la población.

Juanita estaba a punto de quedarse dormida en el asiento, pero un golpe de aire muy frío la hizo reaccionar. Se levantó y fue a la habitación contigua para buscar un chal con el que cubrirse la espalda. No debía descuidarse por ningún motivo. Ya se sabía que esos meses de invierno eran especialmente crueles en todo Tlaxcala y ahora con la peste, cualquier riesgo podría representar la diferencia entre permanecer sano o enfermar y morir.

La joven calculó que aún faltaban algunos minutos para que el café estuviera en su punto. Se dirigió a la habitación donde estaba su madre, a la espera del terrible desenlace de la vida de su tía. Todo estaba en silencio. Juanita miró que su madre se había quedado dormida en la silla y desde el interior de la recámara parecía que sólo se escuchaba una respiración difícil pero constante de la enferma que, acaso, se habría quedado quieta y descansaba. Juanita decidió salir con toda precaución, sin hacer el mínimo ruido, dejando que el rato de silencio que se vivía se prolongara lo más posible. Regresó a la cocina y decidió calentar un par de tortillas para acompañar un pedazo de carne de cerdo que había quedado en el fondo de la cazuela.

Juanita se acordó que, desde los últimos días de noviembre de 1918, el pánico cundió por el pueblo. Había todo tipo de comentarios que hablaban de cosas que ella no comprendía muy bien. Doña Virginia Sánchez, que daba clases particulares a niños y también enseñaba música, comentó que unos familiares que tenía en la ciudad de Tlaxcala le habían mostrado un periódico de la ciudad de Chihuahua en donde se daba a conocer que en unos cuantos días los servicios hospitalarios se habían visto rebasados. Hablaban de más de mil infectados en un abrir y cerrar de ojos y que en apenas tres días, la gran mayoría había fallecido.

El resultado de este tipo de comentarios entre la población, especialmente entre las mujeres, desataban expresiones alarmantes. «Dios nos ha castigado por nuestros pecados. Esto es culpa de los revoltosos. Dios Nuestro Señor está castigándonos a todos por haber permitido el sacrilegio a sus templos. Dios no nos puede abandonar. La fe es lo único que tenemos, y a ella debemos aferrarnos».

Los primeros días, la gente se apretujaba en el interior del templo, en el rezo cotidiano del Santísimo Rosario; se hacían largas veladas de oración de parte de la cofradía de la Vela Perpetua; se extendió la adoración al Santísimo Sacramento en la hora santa, pero luego, los más sensatos se fueron dando cuenta de que la presencia de tantas personas en un solo lugar cerrado era un foco de gran infección, sobre todo porque no faltaba quien comenzaba a estornudar en el interior del templo o incluso quien se presentaba a rezar con visibles síntomas de estar enfermo. El mismo cura comenzó a disuadir a que se reunieran tantas personas al mismo tiempo. No los desanimó de que continuaran orando fervientemente, pero les pidió que lo hicieran por turnos o bien llevaran a cabo sus ejercicios desde sus hogares.

El campanero del templo de San Dionisio tuvo que alternar los toques, yendo de «a muerto», para anunciar el fallecimiento de algún vecino, a «rogación» para que todos los feligreses, donde sea que estuvieran, se unieran en oración y se pusieran de hinojos para pedir fervorosamente a Dios que les retirara la presencia de la mortífera peste.

No obstante, los contagios y las muertes siguieron durante semanas. Hubo especial fervor en la celebración de las fiestas de Nuestra Señora de Guadalupe el doce de diciembre, pero no todos acudieron, no por falta de fe o devoción, sino por precaución y miedo a quedar contagiados. Ya habían caído decenas de vecinos de todos los pueblos aledaños. Los rezanderos de plano ya no querían asistir a los velatorios ni a los rosarios en favor de las almas de quienes habían fallecido y hasta resultaba difícil encontrar voluntarios para cavar tumbas, al grado que nadie quería acercarse a los panteones y menos a abrir una sepultura. Se supo incluso de familias que, ante la certeza inminente de la muerte de una persona infectada, la llevaban a las inmediaciones de los panteones para que al morir fuera sepultado por obra de la autoridad y se disminuyera los riesgos de caer en contagios.

El Ayuntamiento recibió la instrucción de parte del Gobernador del Estado, el General Máximo Rojas, de difundir entre toda la población que se procurara las medidas de limpieza e higiene en los hogares, que se diera cuenta de inmediato sobre las personas contagiadas y que se les obligara a permanecer en cuarenta, con el fin de evitar que infectara al resto de la población.

Juanita fue a asomarse otra vez a la habitación en donde estaban su madre y su tía y encontró que seguía imperando el mismo silencio. No quiso interrumpir y volvió a la cocina. Bajó del trastero un jarro de barro y se sirvió café endulzado con piloncillo y aderezado con canela y uniendo un par de tortillas, comenzó a comerse un taco de carne de cerdo. Pensó en la sensatez de las palabras de su madre al advertirle que, si la disposición de Dios era que ellas sobrevivieran a esta peste, iban a requerir de todas sus fuerzas para poder seguir adelante. De momento en el par de semanas que llevaba de fallecido su padre, no habían pasado ninguna necesidad, debido a que además de poseer tierras, animales y una tienda que atendían algunos empleados, su padre había siempre tenido la previsión de poseer, debidamente escondidas en lugares estratégicos de la casa, monedas de oro y plata que debían servir para enfrentar cualquier contingencia. Juanita pensó que la peste no podría seguir hasta acabar con toda la población, así que algún día las cosas regresarían a la normalidad. Era cierto que una vez, un vecino que llegó de Ixtacuixtla dijo que por esos rumbos la cosa era verdaderamente caótica, pues en el pueblo de San Andrés, colindante con la comunidad de San Juan Nepopoalco, había sido tan grande la devastación que apenas en tres semanas murieron absolutamente todos, todos los habitantes de la comunidad, con excepción de una señora que huyó despavorida, pidiendo refugio por el amor de Dios a los habitantes de San Mateo Huexoyucan, en el Municipio de Panotla.

La muchacha comía y pensaba que algún día, todo llegaría a ser más o menos como antes y que, con la gracia y protección de Dios, a ella y a su madre, nada les faltaría. Sin embargo, un pensamiento pasó frente a sus ojos: ¿qué pasaría si también ella y su madre terminaban contagiadas y morían? La sola idea de que podría morir entre los dolores que estaba padeciendo su tía, la llenaron de horror y rogó en su corazón a Dios que le salvara de semejante suplicio. Quiso sacudirse la idea de la muerte y levantándose, ensayó unos pasos de vals, tarareando la canción que había bailado por última vez con su papá.

Si padre había tenido que hacer un viaje a Puebla para arreglar algunos negocios y hacer encargos de mercancía para su tienda. Ya se sabía de la peste y de su mortandad. La madre de Juanita pidió a su marido que extremara precauciones, que siempre que estuviera en compañía de otras personas usaba la mascarilla que le había confeccionado utilizando un pañuelo de muy buena calidad y que procurara no distraerse más de lo estrictamente necesario. La cuestión fue que el padre de Juanita cayó enfermo el día quince de diciembre y para el dieciocho, apenas tres días después, el hombre había muerto. Lo peor fue que el médico ya no permitió que ni su madre ni ella vieran el cadáver y de inmediato se tomó la determinación de llamar al señor cura, quien, a toda velocidad y a muy prudente distancia, rezó unos responsos en beneficio del alma del fallecido y se determinó que cuatro peones condujeran el ataúd al panteón de San Dionisio y lo sepultaran lo más pronto posible, para luego ir a bañarse al río y quemar toda la ropa que traían puesta.

La madre de Juanita determinó que lo mejor era no salir. Con uno de sus sirvientes que sabía leer y escribir, acordó que todas instrucciones se les daría escritas en una hoja; que él traería los alimentos y enseres necesarios y que los dejaría en una ventana, desde donde ella los tomaría. Ni aún con estas medidas se pudo evitar el contagio de la tía de Juanita. Era evidente que la peste había entrado en la casa y que de poco servía esconderse. Se sabía que algunos hombres, de plano, habían huido a los montes y a los bosques y que sobrevivían de lo que cazaban, con la esperanza de volver a vivir entre la gente una vez que se hubiera disipado la enfermedad.

Naturalmente ni en la casa de Juanita ni en ninguna otra de San Dionisio hubo celebración de posadas festivas o de Navidad. Era un fin de año muy extraño, muy diferente a los anteriores. A pesar de que se sabía que México estaba en medio de una Revolución, la verdad era que fueron muy contadas las ocasiones en que los alzados lograron meterse al pueblo, con excepción de las ocasiones que se acercaban a robar gallinas, guajolotes o maíz. O sea, las celebraciones de fin de año, en otras ocasiones, no se habían detenido aún a sabiendas de la presencia de tropas federales o de revolucionarios. Pero en esta ocasión, decididamente todo era muy diferente.

Las campanas del templo de San Dionisio volvieron a sonar. Esta vez se escuchó el repique festivo de las campanas a vuelo, acompañado con el sonido tan alegre y metálico de la esquila. Juanita no puso evitar sonreír, sin tomar mucho en cuenta el motivo por lo que las campanas comunicaban festividad. Luego escuchó el toque diferenciado que daba la hora. Contó doce campanadas. Era media noche. Había llegado el año nuevo, ya era el día primero de enero de 1919. Quiso ir a ver a su madre para darle un abrazo, para presentarle sus parabienes y sus mejores deseos, pero se detuvo cuando entró en la habitación y notó que su madre venía del interior de la recámara donde estaba su tía. La voz de su madre fue fría, como una cubetada de agua que se hubiera quedado a la intemperie en esas noches de inverno. «Tu tía acaba de morir. Vamos a rezar un poco por el eterno descanso de su alma».

Juanita no pudo más que sentir miedo. Desde luego le dolía la muerte de su tía, la impactaba su sufrimiento, pero por encima de ello, sentía como la muerte estaba cada momento más cerca de ella. Mientras acompañaba a su madre en las oraciones del rosario, no podía espantar el pensamiento del qué se sentiría enfermar tal como su tía, su padre y tantas otras personas, y, por supuesto, no dejaba de imaginar cómo sería la muerte, cómo se sentiría el momento supremo de dejar de existir, qué habría verdaderamente del otro lado de la vida, cómo se le juzgaría por sus pecados, cómo tendría que soportar los dolores tan intensos del purgatorio, tal como se veían en la pintura enorme que estaba dentro del templo de San Dionisio…

La muchacha no pudo soportar estos pensamientos y rompió en llanto, interrumpiendo el flujo de las oraciones. La madre hizo una pausa y, procurándole una caricia de consuelo, le dijo «Sé que querías mucho a tu tía y que te duele su partida; también para mí ha sido una gran pérdida», sin imaginar cuál era el verdadero sentido de las lágrimas de Juanita. Luego de unos minutos, continuó el desarrollo del rosario y la madre dijo que lo mejor era ir a descansar, pues ya no se podía hacer más. Cerró la puerta de la recámara donde yacía la muerta y se retiró a su habitación, recomendando a Juanita que descansara, pues por la mañana tendrían mucho qué hacer.

Apenas llegaban los primeros rayos del sol, Juanita escuchó como se abría y se cerraba la puerta de la calle, lo que le pareció extraordinario, considerando la disposición de su madre por no salir. Fue a la otra habitación y no encontró a nadie, así que entendió que su mamá habría salido, y era muy fácil adivinar lo que hacía para proceder a las actividades tendientes a dar cristiana sepultura a los restos mortales de su hermana.

Al poco rato regresó su madre y la seguían varios hombres que cargaban tablas y herramientas. Con un paliacate atado al rostro para cubrir boca y nariz, los trabajadores comenzaron rápidamente a armar un cajón, reforzándolo muy bien en sus uniones. Luego entraron en la recámara de la fallecida e introdujeron el cadáver en el humilde cajón, para después colocarle la tapa y sellar todo muy bien con clavos y remaches. Los hombres salieron sin decir palabra y la madre fue al patio e hizo rápidamente una hoguera con leños secos. Volvió al interior de la casa y sacó toda la ropa de cama y de vestir de su hermana y la arrojó al fuego. De inmediato, Juanita vio algo que le sorprendió mucho. Su madre, en medio del patio, junto a la hoguera y sin importarle que pudiera pasar cualquier persona, se desnudó por completo y arrojó también su ropa para ser consumida por las llamas, para luego entrar a la casa a ponerse un vestido negro. «¿Has visto lo que he hecho? Bueno, pues haz exactamente lo mismo de inmediato y no tardes», ordenó la madre a Juanita quien no dejó de sorprenderse de algo tan poco común. Lo dudó unos instantes por el recato y el celo de que alguien pudiera ver su cuerpo virginal completamente desnudo en medio del patio, pero luego le regresaron los pensamientos del sufrimiento y de la muerte y sin apenas dudarlo y con mucha agilidad se deshizo absolutamente de todas las prendas que traía sobre el cuerpo, incluyendo los zapatos, para luego entrar a la casa tan desnuda como Dios le había mandado al mundo.

Un rato después, ya con las mujeres debidamente vestidas de negro, llegaron nuevamente los trabajadores, seguidos del señor cura y un niño que hacía de acólito. Las campanas comenzaron a mecer sus badajos con el tétrico sonido del doble y se inició la pequeñísima procesión rumbo al panteón. Una vez que el ataúd fue bajado al seno de la madre tierra y los trabajadores comenzaron a lanzarle paletadas para cubrirlo, la mujer preguntó al cura sobre lo que debían esperar del futuro. «Lo primero, hija, es no perder la fe en Dios Nuestro Señor, que, con su infinita misericordia, nos mandará el consuelo y el fin de esta peste que tanto dolor ha causado en la región. Por lo pronto, estamos organizando una procesión con las santas imágenes de San Francisco Tlacuilohcan, de aquí, de San Dionisio y de Xaltocan, para reunirnos en el cerro de La Magdalena Tepepa y hacer la celebración de una misa de rogación. Creo que ya nada tenemos que perder y Dios seguramente escuchará nuestros ruegos». La mujer de inmediato dijo al cura que estaba dispuesta a participar con lo que fuera menester.

Esa misma tarde y durante los siguientes tres días, la madre de Juanita se ausentó de casa. Pasaba horas recorriendo los pueblos de todos los alrededores, hablando con la gente, convenciendo a todos de que debían jugarse su última carta, que debían hacer un gran esfuerzo supremo con el fin de que Dios levantara el castigo de la peste.

De este modo llegó el día cinco de enero de 1919. Cuando Juanita y su madre llegaron a las inmediaciones del templo de San Dionisio, se sorprendieron de la cantidad de personas que se habían reunido para participar en la procesión y en la misa rogativa. Una a una, fueron saliendo todas las imágenes debidamente puestas en andas y se inició el lento peregrinaje cuesta arriba, mientras los rezos se iban multiplicando y desde la torre del campanario, varias personas se iban turnando para no dejar de tocar ni un solo momento ese sonido de rogación que pretendía también subir al cielo como un supremo y último pedimento.

Cuando llegaron a lo alto del cerro de La Magdalena Tepepa. Fie difícil acomodarse, pues ya los habitantes de Xaltocan y de Tlacuilohcan estaban presentes igualmente con las imágenes que durante siglos los pueblos habían utilizado como instrumento de fe y devoción a Dios Nuestro Señor. Se entonaron cánticos, salmos y se celebró la misa, a cargo de los dos párrocos. Las imágenes fueron colocadas detrás del altar, como si intentaran reunir todas sus fuerzas para interceder en favor de los hombres y mujeres, niños y ancianos, que mucho habían sufrido con la enfermedad. Nadie se quejó de la incomodidad de estar de pie largo rato; nadie pidió agua para mitigar la sed; nadie importunó a otro diciendo que ya era hora de la comida. Todo mundo se concentró en la oración, en la petición fervorosa para que Dios Todopoderoso hiciera la misericordia de levantar la peste de estos pueblos. El momento del saludo de paz en el desarrollo de la misa fue especialmente emotivo, pues más de uno abrazó a todos los que tenía cerca, en un acto de sincera hermandad entre los seres humanos. Los himnos finales fueron especialmente conmovedores y dejaron en el ambiente una sensación de grandiosidad, como si se hubiera asistido a algo verdaderamente trascendente.

Con mucha más lentitud que la que usaron al subir, fue la bajada a los respectivos pueblos. Las imágenes y los objetos sagrados volvieron a su lugar, al interior de sus templos y las personas, luego de tomarse un rato para charlar bajo los árboles del centro de San Dionisio, se fueron dispersando lentamente para volver cada cual, a su casa, con el corazón lleno de fe y de esperanza.

En la casa de Juanita, la madre determinó que durante el día fueran abiertas puertas y ventanas para que entrara el aire y se pudiera ventilar mejor todo. Se vivía luto, desde luego, pero al ambiente no era pesado ni fatídico, sino de gran tranquilidad y armonía. Poco a poco, en los siguientes días, volvió a verse un poco de más gente por las calles, A pesar de que seguía habiendo enfermos y fallecidos, ya no se hablaba del tema con alarma o con tono catastrofista. De manera lente, muy lenta, los habitantes de la región se fueron dando cuenta de que muchos enfermos comenzaban a sanar, de que iba disminuyendo el número de fallecidos. Para finales del mes de febrero, las muertes casi se habían detenido, aunque todavía había algunas personas enfermas. La alegría y la tranquilidad volvían a los hogares. No era que la enfermedad ya no existiera y no que no se temiera que más gente falleciera en el futuro por la peste, pero era indudable que Dios los había escuchado. Todo esto se coronaba con el deseo de que llegara la estación de primavera para preparar los campos y volver a sembrar.

Los habitantes de San Dionisio vivieron con especial fervor la celebración del Miércoles de Ceniza, el nueve de marzo de 1919 y cada viernes acudieron puntuales a la celebración del vía crucis como recordatorio y preparación de la Semana Santa que llegó a su punto más importante el Viernes Santo, que fue dieciocho de abril. Los habitantes de las tres comunidades, decidieron que en memoria y agradecimiento del favor inmenso que habían recibido del Creador al levantar el castigo de la peste, regresarían al mismo punto del cerro de La Magdalena Tepepa el Domingo de Resurrección, que fue veinte de abril de año 1919. Esta vez el clima de convivencia fue muy diferente, pues hubo un toque festivo en que se compartieron alimentos y bebida y se agradeció a Dios Nuestro Señor por lo más importante para los seres humanos que es, justamente, la vida.

La madre de Juanita sobrevivió poco más de treinta años a la muerte de su esposo y ella falleció en el otoño de 1950. Juanita se casó en 1920, y tuvo muchas hijas e hijos a quienes le contaba sobre lo que luego se supo se conocía como la gripe o la influenza española. Juanita llegó a contar esta historia a sus nietos y bisnietos, uno de los cuales, en 1972, habiendo tenido la oportunidad de llegar a la Universidad en la Ciudad de Puebla, le mostró a «Nana Juanita» diversos libros y recortes que hablaban acerca de que todo lo que contaba era verdad, que en el mundo, habían muerto más de treinta millones de personas por esa enfermedad; que en México habían fallecido poco más de medio millón de seres humanos; que en estado de Tlaxcala, los decesos se contaron al menos en cinco mil personas y que seguramente en la municipalidad de Yauhquemehcan, los caídos habrían sido cercanos a los doscientos.

«Nana Juanita» afirmó que era cierto pues en el lugar donde fue la misa de rogación, en lo alto del cerro de La Magdalena Tepepa, diversas personas habían acordado levantar un monumento y poner unas placas de piedra para que sus descendientes no perdieran la memoria de esos acontecimientos. Rápidamente se acordó una excursión para verificar el lugar de referencia y «Nana Juanita» mostró el monumento y las placas. Uno de sus bisnietos leyó con cierta dificultad:

«En el nombre, gloria y honra de Dios, y de la Virgen Guadalupana, Patrona de esta nación mexicana, se ha levantado esta placa conmemorativa en memoria de la unión y la alianza que han tenido ambos municipios y pueblos que son Xaltocan y Yauhquemehcan y Tlacuilohcan, sobre su verdadera creencia y divina majestad. Esto se hizo por la peste que nos invadió a principios del mes de noviembre de 1918, que murieron centenares de personas, habiendo salido procesiones de las imágenes de los pueblos. Dios nos oyó nuestras misericordias y nos bendijo desterrando la peste… [Este fue el] lugar en que se encontraron. Las procesiones salieron el día cinco de enero de 1919, cuyas procesiones fueron por los señores Ciro Chichino, Ponciano Luna, de Xaltocan; Gil Morales, Antonio Moreno, Alicio Fragoso, de Yauhquemehcan; Hipólita L. Pérez, Idelfonso Pérez, Jesús Juárez, Eulalio Pérez, de Tlacuilohcan; quienes en testimonio de gratitud al Señor Supremo que nos bendijo […] Participamos en esta placa para la presente generación, cuyo monumento lo bendijeron los presbíteros de ambas feligresías. Por segunda vez [acudimos] al encuentro de imágenes el Domingo de Pascua de Resurrección, que fue veinte de abril de 1919 […]»


Para quien lo dude, estas placas existen hasta el día de hoy y son parte de la historia de estos pueblos.


(Agradecimientos y créditos: doy las gracias a mi entrañable amigo, el abogado Yovany Reyes Molina, por la referencia a los pueblos de Ixtacuixtla y Panotla; agradezco y doy los créditos por las tomas de las fotografías que aquí se incluyen, a mi muy apreciable amigo, Jesús «Chucho» Cabrera; doy las gracias a la gentileza de mi querida amiga, la Maestra Carmelita Saavedra por haberme ayudado con la lectura paleográfica de las placas)


¡Caminemos Juntos!


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